Boris es un profesional de nivel. Estudió “en todos los sitios donde pudo”, según Rosa.
Durante toda su vida no ha hecho otra cosa que dibujar y pintar. Cuando era pequeño, una maestra le dijo que pintaba bien, y la creyó. Dibuja en cualquier momento, siempre con bocetos. Borís piensa con el lápiz. Da la impresión de que si le quitaran el lápiz dejaría de pensar, dice Rosa.
En la aldea de Tomsk no había papel. Borís cubría los periódicos con tinta blanca y dibujaba por encima. Desde Siberia su familia, su madre de cinco hijos, se trasladó a Crimea. Con 10 años de edad él mismo escribió una carta a Kiev, a la Escuela infantil de Arte y entró a esta institución. Luego siguió sus estudios en el Colegio de Pintores de Crimea, donde por cierto conoció a Rosa, luego en la Academia de Bellas Artes de San Petersburgo, la escuela superior de Pintura más prestigiosa de la URSS. Cada año la Academia entre centenares de aspirantes elegía sólo cinco personas para estudiar en su departamento de Restauración, Borís consiguió pasar (Rosa desgraciadamente fue la sexta y sólo pudo acudir a clases por libre).
Allí conoció las tripas del arte. ¡No todos los pintores han estudiado en su carrera la asignatura de “Falsificación”! Borís, sí. Les ponían, por ejemplo, una naturaleza muerta “holandesa”, y tenían que pintarla con la técnica holandesa, incluso con materiales holandeses. O pintar un cuadro a la manera de Tiziano. Física, química, historia, todo había que saber para la profesión de restaurador. En aquellos tiempos se discutía si un restaurador tenía que ser también buen pintor. Por un lado, sí. Por otro, no: ¿y si sobrepasa su oficio y en vez de restaurar se deja arrastrar por su “inspiración”?