Diario de un privilegiado (1)

En el año 2007 Cristian Mediavilla ganó en España el primer premio en un concurso de redacción entre gente que estudia el idioma ruso. El resultado fue este viaje de una semana a Moscú.

por Cristian Mediavilla

13 diciembre 2007

Afortunadamente todo ha ido bien. El metro hasta el aeropuerto, la facturación, la espera, el desayuno… El vuelo a Moscú se me ha hecho largo pero lo he aprovechado reestudiando palabras y giros idiomáticos que apunté en una libreta durante mi último año de carrera.

Al llegar a Moscú me he encontrado todo con el aire de cansancio de última hora de la tarde. Indulgente con los viajeros que van llegando. Sin la más mínima señal de provocar al viajero con sus tradicionales e insidiosas paradas para registrar todo lo que trae consigo antes de dejarle pasar.

Me encuentro, a juzgar por las caras de la gente, tan cansado como ellos al volver a casa después del trabajo, agotados del insoportable tráfico. Yo, hipocondríaco en ocasiones, me alegro de no haberme encontrado ninguna de las dificultades que esperaba en el camino. Y me alegro porque veo que debería romper las barreras psicológicas que me aumentan las pulsaciones y me crean un malvivir temporal sin razón. He de superar las dificultades y hacerlas nimias y resolubles. Falta de práctica. Hace tiempo que no viajo solo: llamar a España y pelearme con los códigos de teléfono que no consigo acertar a marcar; el hambre que tengo por haber llegado tarde a la cena, que supuestamente me correspondía a las siete de la tarde de acuerdo con el programa organizado por la empresa turística por excelencia en toda Rusia, pero que no parece tener demasiado efecto en los empleados del restaurante del céntrico hotel Pekín. Gracias a mis escasas dotes de negociación que he adquirido con los años en contacto con los eslavo-orientales, les conseguí una manzana. Sí, formaba parte del grupo… debí haber llegado tres horas y media antes, pero los atascos ya se sabe, todo es comprensible pero no se han dignado a trabajar más por un ingenuo extranjero con cara de no haber comido en un mes. Les he dicho que era tarde, que tenía hambre y ésta me hace regurgitar el estómago… En fin, una manzana es todo lo que he recibido y probablemente sea la única fruta que vea por aquí. Y ahora he de escribir algo pero no sé si es el hambre o es el diario éste que no sabe qué contar…

Aprovecho para estrenarme con mi cámara digital y grabar todo lo que se me antoja: el pasillo, la cara del guarda de seguridad que me mira con recelo, el ascensor sin el botón “0” que te lleva a la primera planta, el largo pasillo que se asemeja a aquellos que salen en los sueños a cuyo final nunca parecemos poder llegar por mucho que corramos (ahora estoy tan agotado que siento que mi número no va a llegar nunca); la habitación que no tiene nada de china (en las fotos de publicidad que vi en internet salía una habitación amueblada al estilo oriental, con el colchón en el suelo y las puertas correderas como si de ellas fuera a aparecer una del servicio en kimono para ofrecerme un té) pero sí que tiene televisión y nevera que para el caso me vale. Aquí en la intimidad grabo todo y cuento lo que veo, hablando solo como un idiota, pero, eso sí, un idiota feliz, privilegiado y con suerte. Se huele la intimidad, y tras dejar la cámara y notar que nadie irrumpe en la tardía soledad de la noche, me preparo un baño caliente y me despojo de todo lo que llevo para sumergirme bajo el agua, en el silencio metálico de la bañera que poco a poco se va llenando de espuma.

Y ¿es esto realmente Moscú? No. Moscú es una gran ciudad que me espera estos días para sorprenderme. O al menos eso espero. Espero y pienso, metido en la cama oyendo la televisión que suena de fondo, en lo que me contaba Evgueny, el conductor del monovolumen en el que he venido hasta aquí.

El conductor que me ha traído hasta el hotel, parece vivir con los ojos cerrados. No sabe nada de nada. Vive en su pequeña bola de cristal. Trabaja, le pagan, sobrevive...

Recuerdo la primera vez que entablé una conversación con un ruso, el siglo pasado, allá por el noventa y dos, y me sentí el hombre más inútil de la historia de la humanidad al darme cuenta de que era incapaz de responderle a todo tipo de preguntas como: ¿Cuánto cuesta un kilo de carne? o ¿cuál es el sueldo medio en mi país? u otra serie de cosas de lógico interés para un visitante que se las veía y se las deseaba para salir adelante en su país y por lo tanto sabía lo que costaba la vida. Luego se percató de que yo no era más que un niñato que no había salido aún del cascarón. Tras todo este tiempo me sorprende que un hombre, supuestamente curtido, como este conductor no tenga ni la menor idea de todas aquellas cuestiones que en su día me hizo mi ruso amigo.

Pero este tal Evgueni parece no saber ni cómo ni porqué. Me responde vagamente: "¿Quién sabe? Mejor tirar pa´lante y no meterse donde a uno no le llaman…es mi señora la que hace la compra, así que yo… ¿la mejor cerveza?, a saber…

¿Acaso hay muchos como este?

Por alguna extraña razón sigo oyendo en mi cabeza el pesado ruido de los coches que circulan por Moscú y que constantemente se topan con atascos, atascos y más atascos. Pero desde mi ventana solo veo un aparcamiento interior donde todo parece estar en quietud bajo la nieve que lleva un rato cayendo suavemente. Me estaré volviendo loco. Mañana será otro día.

El templo de Cristo Salvador en Moscú
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14 diciembre 2007

Un día nuevo, tan distinto del resto de mis rutinarios días que cada nueva impresión ha sido toda una experiencia. Me siento una persona afortunada. Un privilegiado.

Conocer gente nueva de pronto me ha dado la sensación de que llevo una semana con ellos. Compartimos algo especial: el interés por el ruso de gente de distintas partes del mundo, en la capital de la lengua rusa.

Moscú. La capital del nuevo ruso. Casinos, restaurantes, centros comerciales, tiendas de lujo junto a estatuas y edificios que recuerdan a otros momentos de la historia. Moscú es un cúmulo de contradicciones. Parece que todo está planteado para que se disfrute pero cuesta mucho dinero disfrutarla. Es un caos de lujo artificial que parece estar pensado para tapar la realidad de la vida del ruso de a pie. Porque ¡vaya precios!

El ruido del tráfico y los atascos son una constante que rompe el encanto de esa historia que esconde esta antiquísima ciudad con todos sus tesoros.

Teniendo en cuenta lo que esta urbe ha visto pasar por sus ojos, cualquier día nos puede sorprender. Moscú es como un volcán que siempre puede entrar en erupción. Vivir en ella debe de ser como hacerlo en un volcán. Es por eso que hay que amarla de verdad para poder vivir en ella.

Inna, nuestra guía de viajes, afirma que el que vive aquí acaba por hacerse al constante cambio, que se deja uno llevar por la corriente. Solo hay que pensar en los tiempos pasados y verlos con nostalgia. Comparar los tiempos de vacas “escuálidas” de los últimos diez años con los actuales. Hay de todo para cubrir las necesidades.

Y los ricos… son nuestra fachada.

Las fachadas que son obsoletas no son políticamente correctas. Hay que derribarlas. Construir modernidad. Centros comerciales, tiendas guay y luces de neón.

Menos mal que el ruso mantiene el instinto de conservación y restauración y nos deja restos de historia como la colosal Plaza Roja donde han plantado una pista de hielo, reduciendo su inmensidad a tres cuartos. Los almacenes GUM, que están vacíos de clientela. Las coloridas catedrales y templos que asoman sus doradas cabezuelas de cebolla semibizantinas, que nos susurran voces de silencioso respeto por la ortodoxia.

Desde las torretas del reconstruído Templo de Cristo Salvador, se ve un amasijo de casas apoltronadas a lo largo y ancho de la capital. Techos nevados, apagados colores estalinianos acurrucados entre edificios decimonónicos que luchan por hacerse un sitio contrastan con el vistoso y expandido Kremlin que observa como se hiela el Moskova a su paso por los rojizos muros.

A lo lejos, y significativamente separados unos de otros, se vislumbran rascacielos supermodernos que se apresuran a tocar el encapotado cielo gris por las enormes chimeneas de las fábricas, como los tallos de las habichuelas mágicas del cuento.

Hoy, de forma excepcional, ha salido el sol. Las tonalidades de las siluetas urbanas de Moscú han dado un cambio repentino. De pronto se han iluminado los espíritus. Es increíble lo que hace la luz del sol. Las estatuas de Gógol, Pushkin y Tolstoi nos parecen estar sonriendo por el efecto de los rayos del sol a nuestro paso en autobús, y recordándonos que ellos también están aquí. Se presiente su espíritu en el arte, en el teatro, en la poesía viva en cada uno de los rusos. Porque qué facilidad tienen para soltar versos. Para declamar hay que llevarlo en los genes. Los rusos parecen tener al menos un verso anclado a su cadena de ADN. En otra vida quisiera sentir la poesía como lo hacen ellos.

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 Los almacenes GUM en Moscú
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15 diciembre 2007

Hoy ha sido un día repleto de excursiones. He visto arte ruso de lo más. Al hacernos la foto de grupo hemos entrado a formar parte de la historia esta tan afortunada que nos ha tocado vivir juntos como grupo internacional amistoso con la lengua rusa como marco común. Veinte representantes de distintos países del mundo que no han tenido otra mejor idea que estudiar ruso. Me encanta que la gente sea original y se interese por culturas diferentes a las suyas.

Aquí el colega británico ha querido olvidar que su idioma es el segundo más hablado en el mundo. Que la mayor parte de ese mundo se deja los cuartos para poder aprenderlo y chapurrearlo al menos en alguna ocasión. Y se ha comprometido a aprender el idioma más hablado por su número de habitantes y extensión poblacional, o sea el chino, pero de camino se dijo que por qué no hacer una paradita por las tierras rusas y aprender bien a expresarse en la lengua de Putin. Los que estamos aquí somos como apéndices que le han salido a Rusia, como extensiones de esas de distinto color y longitud que se ponen algunos en el pelo (algunas hasta rastas africanas) que simbolizan que esta lengua llega lejos, hasta los Estados Unidos de América, donde hasta solo hace unas décadas les juzgaban en sus cazas de brujas solo por oler a comunista. En la India, donde siempre he pensado que adoraban a las vacas, parece ser que también adoran a Shukshin.

Y ¿quién les iba a decir a los moscovitas que de donde luce el sol y se vive en casi permanente contacto con los animales, allá por Zambia (Africa), donde el entrañable doctor ruso de los cuentos Aibolit, o Aimé Duele, se iba a curar a los animales) iba a venir otro amante de la lengua rusa?

Veinte países del mundo amantes del ruso. Se dice pronto, pero había más que lo aman igualmente y que no han podido disfrutar de este privilegio.

Después de un día ya no somos extraños, somos colegas de ideas. Compartimos intereses similares. Somos aquellos sobre los que siempre nos habíamos preguntado si, además de nosotros mismos, habría algún perro verde que se dedicara a estudiar otra lengua que no fuera el inglés. Por eso encontramos regocijo en saber que al menos somos nosotros veinte y algunos cuantos más. Todos somos perros verdes pero nos reímos juntos, porque somos perros listos, sensibles, gentiles y dóciles como todo perro que se precie de serlo, pero afortunados por lo que nos está tocando vivir gracias a nuestras ideas en común y a un concurso de redacción.

Y, no sé los demás, pero yo, como un perro, voy a tener que buscarme la vida con cierta dificultad si quiero vivir en España por y para la lengua rusa.

Me he comprado una SIM card rusa para hacer llamadas desde mi móvil, y olvidarme de usar el teléfono del hotel. Aunque es cómodo, es caro y no quiero sustos. Esto no entra en el pack de servicios de INTURIST, o al menos eso creo. He sido tonto al preguntar directamente a la recepcionista. Me ha mirado con cara de “pero qué pocas luces tienes, hijo” antes de contestarme que las llamadas telefónicas corren a cuenta de cada uno.

En fin, que como no me funciona el dichoso chip, lo he devuelto, lo cual me ha llevado a mantener la conversación más larga que he tenido en mi vida con la asistenta de una tienda rusa. Que si me pueden devolver el dinero; que si podrían darme un artículo de igual precio a lo abonado por la tarjeta SIM, y yo no sé si es que me expresaba mal, o es que no están familiarizadas con este concepto, pero les he añadido aquello que siempre duele en todos los países que se quieren adaptar al ritmo occidental: “dicha transacción se lleva a cabo en cualquier país de Europa, sin ningún tipo de problema. No veo por qué no se podría hacer aquí una excepción” y coló.

Finalmente conseguí una funda de móvil. Me fui al hotel y me uní al grupo.

Diario de un privilegiado (2)

La Plaza Roja

16 diciembre de 2007

Hoy me he levantado mal. No he ido a la excursión del Burgo de Sergiev, fuera de Moscú. Anoche no llamé a quien tenía intención, más que nada, porque alguien no quiere que funcione mi móvil en esta capital del mundo. Decidí compartir algunos momentos con mis internacionales compañeros. Confesar cómo habíamos venido a parar hasta aquí, beber, cantar canciones rusas (alguno se sabe hasta el himno de la Federación Rusa), beber, desvariar, comer porquerías, beber y… hoy lamentarse. Debí recordar que hoy salíamos de Moscú y no cometer excesos, pero es que ya me estoy haciendo mayor y cada vez más inmaduro. Si no sé beber alcohol. ¿Por qué bebo?

He de cuidarme. La señora de la limpieza de las habitaciones me sugiere que beba cerveza y me coma un pepino. Claro, qué me va a decir si es rusa. Los del restaurante me han subido un té con mala leche y sin limón. Me lo beberé con un poco de escarmiento y le daré vueltas a ver si a la tarde (pero, ¡por Dios, si ya ha anochecido!) pudiera embutirme el traje nuevo para ir al teatro Bolshoi. Debo ir aunque esté agonizando.

Tomaré una ducha, un paseo, algo de bebida excitante como solía decirme el doctor Zapatero, un pariente del que ahora tenemos presidiendo el gobierno español: “que beba Coca-cola agua con gas y ¡hala!”. Nada como los sanos remedios caseros. Nunca creí que se me haría tan eterno cambiar unos euros y comprarme una Pepsi.

¡Qué maravilla el teatro Bolshoi! A pesar de que no fuera el teatro habitual por estar éste siendo restaurado, estar en aquel enorme salón de indescriptible belleza ha sido toda una experiencia. Allí parecía estar entre la élite de la sociedad y no solo de la rusa sino también mundial, pues se oían voces de varias nacionalidades en el hall de entrada al término de la ópera “La Novia del Zar” de Rimski-Korsakov.

La puesta en escena ha sido simplemente genial, perfecta, como un cuadro vivo de Vasnetsov o de Repin que lucen en la galería Tretiakov. Cada uno en su sitio y con una perfecta combinación de colores y sensación de profundidad y realidad. Simplemente inolvidable.

Para mi desgracia, la ópera no es mi género favorito, aunque en situaciones como esta, qué diablos, la he disfrutado como nunca.

Recuerdo las dos o tres otras veces que fui a la ópera, y digo esto porque únicamente recuerdo eso: que fui a la ópera. El resto del tiempo debí de entrar en un estado de sopor que no me permitió apreciar la magnificencia de las voces y de las interpretaciones de los artistas que se esmeraban profesionalmente por cautivarme y no lo consiguieron. Gershwin con su “Summertime” hizo lo que pudo para mantenerme despierto. Esta vez, no obstante, se ha manifestado un milagro: ¡la he visto entera, e incluso la he disfrutado! (a la espectadora que tenía al lado no le ha hecho falta darme ningún codazo para evitarme la vergüenza de ser visto dormitando al encenderse las luces de entreactos).

Estoy agotado. Me voy a dormir. Quizá sueñe que soy Gregory y que estoy vestido con aquellos largos caftanes en una lujosa casa medieval de la época de Iván el Cruel como las que había en la ópera.

Una escalera mécanica en el metro de Moscú
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17 diciembre de 2007

Hoy ha venido Valera, tras una noche “cruel” esperando su llegada, y sanando mi estómago y entrañas del día anterior, no he pegado ojo. Valera es mi cuñado que viene de Bielorrusia con un montón de regalos, y en lugar de hacer la excursión en metro con el grupo la he hecho con él. Su sola presencia hace un poco más grande esta privilegiada experiencia. Se ha hecho cientos de kilómetros para venir a verme. Todo él es imponente, Eslavo, maestro de la tranquilidad y de la sabiduría de la vida rusa, y, en definitiva, una persona con la que puedo sentirme seguro en Moscú, vaya a donde vaya.

Aunque he de reconocer que la excursión con él no ha sido tan completa como la del grupo, en lo que se refiere a curiosidades arquitectónicas, admito que he podido ver otras cosas de Moscú que no hubiera visto de otro modo.

En el VDNJa que le llaman en ruso por las siglas, solía ser como una exhibición de curiosidades del mundo agrícola, y ahora está ocupado por tiendas de pequeños comerciantes. Es un mercado donde se puede encontrar todo lo que a uno le pueda interesar. Allí se vende casi todo (y digo casi todo porque los comerciantes, muchos de ellos inmigrantes de países surorientales, hacen virguerías para sacar beneficios). Curiosamente mi cuñado se fijó un par de veces en el ruso que dominaban aquellos vendedores de origen bengalí, y con cierta sorna aludía preguntándome:”Caray, Cristian, cómo hablan estos el ruso, ¿crees que se podrían llevar un premio como el tuyo?”

Se me ha hecho placentero poder ir como cualquier moscovita en el metropolitano, pagando mi propio billete y corriendo escaleras abajo como si tal cosa, entrando en el tren y esperando la próxima estación, e imaginaba que eso es lo que haría si viviera en Moscú y tuviera que trasladarme a casa o al trabajo. Un poco profundo para mi tensión, diría yo, y algo peligroso si alguien cayera desde arriba produciendo un efecto dominó.

Pero uno acaba haciéndose a todo. Me hago constantemente esta pregunta: ¿sabría moverme en metro por Moscú, o me perdería entre tantos nombres de estaciones?

Si fuera preciso encontraría la manera de llegar a mi destino. Se supone que para algo he estudiado ruso, a parte de saber declinar genitivos e instrumentales. Aunque aquí lo que me haría falta es un buen control del locativo. Las largas y profundas escaleras de al menos cinco minutos de bajada, con cartelitos enmarcados a ambos lados de las escaleras me recuerdan un tanto al estilo londinense. Al salir de la estación de Mayakovski he echado de menos los tornos de salida, o puertas, o siquiera el uso del billete que en Madrid, y más aún en las nuevas zonas sur y norte de nuestro metro, hay que usar como único medio de salida. Veo que nos tienen más controlados.

La sesión de la tarde ha sido muy especial. En el edificio del Centro Ruso de Ciencias y Cultura Internacional, que organiza el concurso de ensayo y composición por el que nos hemos reunido todos los ganadores de los distintos países, nos han recibido de una forma muy honorable. Con una recepción muy detallista: al entrar hemos visto que habían puesto en un tablón los extractos que les había parecido más significativos de nuestras composiciones. Cada uno mirábamos las nuestras, las releíamos con una atención especial. Como si estuviéramos en la sala de neonatos de un hospital, y observáramos como padres a nuestros bebés recién nacidos y a los de los demás: “el tuyo ha salido con una estructura interesante… y el tuyo tiene un tono muy convincente, se ve que ha salido a ti..." Con tales caras de orgullo de padres primerizos con la baba cayendo, que más de uno hubiera sentido cierto embarazo al sacarnos de nuestro embeleso. Las banderitas que descansaban sobre la mesa situada bajo dichas composiciones lucían los colores de los distintos países allí reunidos y cada uno intentaba averiguar de cuál país era cuál. A la mayoría se le ve un poco pez en cuestión de colores de banderas asiáticas.

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El diploma que lucía anónimo entre todas las expresiones escritas era como el médico del parto que nos miraba con aire de felicitación y de complicidad como congratulándonos por nuestro logro.

A lo largo de un pasillo que nos llevaba hasta la sala donde se celebró la ceremonia lucían colgados a ambos lados retratos y fotografías de todos los escritores de la literatura rusa que conozco y también de los que no he leído nunca. Había rostros a los que no asociaba sus nombres porque solo los había leído pero nunca visto.

La ceremonia en nuestro honor fue de lo más enaltecedora, lo cual me hizo sentir (supongo que como al resto) muy honrado de volver a recibir un diploma de reconocimiento, igual al que colgaba en el tablón rodeado de nuestras composiciones pero con mi largo nombre en cirílico en el centro, delicadamente enmarcado, de manos de gente de gran peso en el mundo de la filología.

Evidentemente, dicho diploma irá directo a la pared de mi despacho para que cada vez que lo mire no me olvide de lo lejos que he podido llegar alguna vez con el ruso, lo que también deberá recordarme que es una señal de que todo esto no puede quedar en un precioso papel con la dorada águila bicéfala del escudo ruso, que imprime tanta relevancia.

18 diciembre 2007

Pues esto es todo. Como suele decirse vulgarmente: “se acabó lo que se daba”. Aquí ha terminado una grande e inolvidable semana de nuevas emociones, de nuevas amistades, de privilegios, de excursiones para turistas, y de un trozo de vida en un paréntesis del día a día en Madrid, en una dimensión muy distinta, en un horario distinto al que vivo normalmente.

Si dudan de si existen los viajes en otras dimensiones esto es lo más parecido que se puede entender en una ciudad de noches largas y días oscuros (quizá sea la luz del sol lo que más haya extrañado sin darme cuenta), en una parte alejada de los problemas de los terroristas vascos, de las discusiones entre Rajoy y Zapatero, y bastante más allá de lo que los de la Unión Europea de occidente han conseguido llegar; en esa terra incognita e inaccesible que llamaban los del imperio romano y que siempre ha sido motivo de asombro y misterio para los ojos del extranjero hasta hoy día. Asombro del caos en este orden arquitectónico contemplado por sus ilustres estatuas congeladas que, de no estarlo, se llevarían las manos a la cabeza y gritarían diciendo: “¡Dios Santo, qué será lo próximo!”

Por lo que parece solo he llegado a conocer una ínfima parte de esta vieja ciudad, de lo que verdaderamente implica vivir en la “Tercera Roma” donde algunos superviven, y el resto vive o sobrevive adorando a sus dioses y diosas del arte, de la literatura y de la historia pero que, paradójicamente, también adoran a un solo Dios. Aquel que Vladimir el Santo obligó al pueblo de la Rus a aceptar a fines del siglo X, o el que el nuevo Vladimir de primeros del siglo veintiuno les permite que adoren por una Rusia moderna y ortodoxa. O también aquel otro que, reluciente y de color naranja fosforito, yace aún en su propia urna de cristal en el mausoleo de la Plaza Roja.

He echado de menos la Rusia profunda. La de reuniones junto a la chimenea donde se cuecen blinis. La de las viejas con pañuelo que hablan con la sabiduría de un aldeano revelando proverbios cada dos vocablos, y ríen mostrando los pocos dientes de oro que les quedan. Al rudo muzhik que sabe dar conversación mientras está atareado, o mientras se sienta a echar un trago de aguardiente o de lo que sea que lleve alcohol; el aire de la naturaleza rusa, de los campos de trigo segados sin postes de cables de televisión o polígonos industriales; de bosques de abedules, y anchos ríos; el canto del gallo que suena cuando a él le da la gana y que después deja oír el completo silencio que huele y sabe a paz y a ignorancia de lo que pasa lejos de allí; el cielo que te deja ver las estrellas y pensar; cantar canciones de esas que te dejan bien el alma.

Y ahora que menciono lo de quedarse con el alma tranquila, el acto de clausura de hoy me ha dejado algo vacío. Supongo que esperaba a Putin y me he tenido que conformar con alguien más. Él habría sabido darle ese punto especial al evento que hubiera subido el nivel de esta aventura para privilegiados hasta hacerme sentir parte de la élite rusa. Yo habría salido entusiasmado a darle la mano y decirle por lo bajini que es un machote y que así se hace. Pero ¡caray! no me puedo quejar. Allí estaba la élite aunque no conociera a nadie. Y como dice el proverbio:”a caballo regalado no le mires el diente”. De modo que me puedo dar con un canto en los dientes y me reservo el recuerdo de nuestra última cena.

De haberme dicho que habría que dar un pequeño discursillo, me lo habría preparado. ¿Qué es eso de improvisar?

He hecho un brindis por el amor. Por el de mis “ojos azules” que me han traído hasta aquí. “Que todos nos amemos unos a otros” he dicho. Muy cristiano. Ni Jesucristo lo hubiera dicho tan bien en ruso. Pero le faltaba ese discurso bien estructurado, pensado en pocos minutos, pero que le sale a los rusos como churros y tan natural debido a la práctica que vienen mamando desde que son pequeños y les endiñan el vaso en la manita. Con esa chispa que saben darle, un dicho por aquí, un proverbio por allá y ¡zas! brindis bordado que te crió.
Tomaré lecciones específicas de cómo salir bien del paso, para aprender ese saber decir que a mi me falta. Porque yo he de reconocer que me voy por las ramas, y acabo por no saber cuál era mi propósito Sería incluso buena idea incluir esta práctica en los manuales de ruso, o en las clases de práctica oral. Eso sí, sin faltar los condimentos, y el aqua vita.

No me he despedido formalmente esta noche al llegar al hotel. No he podido. Pocos lo han hecho, pensando que se cumplirá nuestro propósito de volvernos a encontrar por algún otro medio.

Mañana regreso por la tarde. Detesto las despedidas. Quizá me vaya sin decir adiós o quizá me tome una última e inevitable ensalada de tomates y pimiento con queso junto a algún privilegiado que marche a la misma hora que yo antes de que se separen nuestros caminos. Por si hubiera algún cabo que quedara sin atar, por si hubiera un hasta pronto.