14 diciembre 2007
Un día nuevo, tan distinto del resto de mis rutinarios días que cada nueva impresión ha sido toda una experiencia. Me siento una persona afortunada. Un privilegiado.
Conocer gente nueva de pronto me ha dado la sensación de que llevo una semana con ellos. Compartimos algo especial: el interés por el ruso de gente de distintas partes del mundo, en la capital de la lengua rusa.
Moscú. La capital del nuevo ruso. Casinos, restaurantes, centros comerciales, tiendas de lujo junto a estatuas y edificios que recuerdan a otros momentos de la historia. Moscú es un cúmulo de contradicciones. Parece que todo está planteado para que se disfrute pero cuesta mucho dinero disfrutarla. Es un caos de lujo artificial que parece estar pensado para tapar la realidad de la vida del ruso de a pie. Porque ¡vaya precios!
El ruido del tráfico y los atascos son una constante que rompe el encanto de esa historia que esconde esta antiquísima ciudad con todos sus tesoros.
Teniendo en cuenta lo que esta urbe ha visto pasar por sus ojos, cualquier día nos puede sorprender. Moscú es como un volcán que siempre puede entrar en erupción. Vivir en ella debe de ser como hacerlo en un volcán. Es por eso que hay que amarla de verdad para poder vivir en ella.
Inna, nuestra guía de viajes, afirma que el que vive aquí acaba por hacerse al constante cambio, que se deja uno llevar por la corriente. Solo hay que pensar en los tiempos pasados y verlos con nostalgia. Comparar los tiempos de vacas “escuálidas” de los últimos diez años con los actuales. Hay de todo para cubrir las necesidades.
Y los ricos… son nuestra fachada.
Las fachadas que son obsoletas no son políticamente correctas. Hay que derribarlas. Construir modernidad. Centros comerciales, tiendas guay y luces de neón.
Menos mal que el ruso mantiene el instinto de conservación y restauración y nos deja restos de historia como la colosal Plaza Roja donde han plantado una pista de hielo, reduciendo su inmensidad a tres cuartos. Los almacenes GUM, que están vacíos de clientela. Las coloridas catedrales y templos que asoman sus doradas cabezuelas de cebolla semibizantinas, que nos susurran voces de silencioso respeto por la ortodoxia.
Desde las torretas del reconstruído Templo de Cristo Salvador, se ve un amasijo de casas apoltronadas a lo largo y ancho de la capital. Techos nevados, apagados colores estalinianos acurrucados entre edificios decimonónicos que luchan por hacerse un sitio contrastan con el vistoso y expandido Kremlin que observa como se hiela el Moskova a su paso por los rojizos muros.
A lo lejos, y significativamente separados unos de otros, se vislumbran rascacielos supermodernos que se apresuran a tocar el encapotado cielo gris por las enormes chimeneas de las fábricas, como los tallos de las habichuelas mágicas del cuento.
Hoy, de forma excepcional, ha salido el sol. Las tonalidades de las siluetas urbanas de Moscú han dado un cambio repentino. De pronto se han iluminado los espíritus. Es increíble lo que hace la luz del sol. Las estatuas de Gógol, Pushkin y Tolstoi nos parecen estar sonriendo por el efecto de los rayos del sol a nuestro paso en autobús, y recordándonos que ellos también están aquí. Se presiente su espíritu en el arte, en el teatro, en la poesía viva en cada uno de los rusos. Porque qué facilidad tienen para soltar versos. Para declamar hay que llevarlo en los genes. Los rusos parecen tener al menos un verso anclado a su cadena de ADN. En otra vida quisiera sentir la poesía como lo hacen ellos.